lunes, 28 de julio de 2008

Los tres filtros


EN LA ANTIGUA GRECIA, SÓCRATES, FUE FAMOSO POR SU SABIDURÍA Y POR EL GRAN RESPETO QUE PROFESABA A TODOS.
UN DÍA, UN CONOCIDO SE ENCONTRÓ CON EL GRAN FILÓSOFO, Y LE DIJO:

Sabes lo que escuché acerca de tu amigo?
- Espera un minuto, replicó Sócrates.
Antes de decirme nada, quisiera que pasaras un pequeño examen.
Yo lo llamo el examen del triple filtro.

- Triple filtro? , preguntó el otro.
- Correcto, continuó Sócrates.
Antes de que me hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea filtrar tres veces lo que vas a decir.

Es por eso que lo llamo el “Examen del triple filtro”
... El primer filtro es la VERDAD.
¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto?
_ No, dijo el hombre, realmente sólo escuche sobre eso y ...

_ Bien, dijo Sócrates, entonces realmente no sabes si es cierto ó no.
Ahora permíteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la BONDAD.
Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo?
_ No, por el contrario …
_ Entonces, deseas decirme algo malo de él, pero no estás seguro que sea cierto.
Pero aún podría querer escucharlo porque queda un filtro, el filtro de la UTILIDAD.
Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo?

_ No, la verdad que no.
_ Bien, concluyó Sócrates.

Si lo que deseas decirme no es cierto, ni bueno e incluso no me es útil,

... para que querría yo saberlo?

Usa este triple filtro cada vez que oigas comentarios sobre alguno de tus amigos cercanos y queridos.

La amistad es algo invaluable, nunca pierdas a un amigo por algún malentendido ó comentario sin fundamento.

lunes, 21 de julio de 2008

Por falta de un clavo!!


Esta famosa leyenda está basada en la muerte de Richard III Rey de Inglaterra, quien falleciera en el campo de batalla de Bosworth en 1485, ha sido inmortalizado por la famosa línea de Shakespeare: “un caballo, un caballo. Mi reino por un caballo!” que nos recuerda que pequeñas negligencias nos traen grandes caídas.
Richard III se preparó para la pelea de su vida. Un ejército guiado por Henry, conde de Richmond, estaba marchando en su contra. La prueba determinaría quien regiría Inglaterra.
En la mañana de la batalla, Richard envió a un mozo para asegurarse de que su caballo favorito estuviera listo. “póngale rápido la herradura” dijo el mozo al herrero.
“Tendrás que esperar” respondió el herrero. “he calzado a todos los caballos del ejercito del rey hasta hace pocos días y no tengo mas hierro”
“no puedo esperar”, dijo impacientemente el mozo. “los enemigos del rey están avanzando ahora mismo y debemos reunirnos en el campo. Haga con lo que tenga.”
Así el herrero empezó su tarea. De una barra de hierro hizo cuatro herraduras. Los martilló y dio forma y colocó en las patas del caballo. Entonces comenzó a clavarlas. Pero después de clavar tres se dio cuenta que no había suficientes clavos para las cuatro herraduras. “necesito uno o dos clavos mas, y eso tomará algún tiempo mientras los hago”. “Te dije que no puedo esperar”, dijo el mozo impacientemente. “he escuchado las trompetas ahora. Podrías usar solo el que tengas?”
“yo puedo poner la herradura, pero no estará tan segura como las otras”, dijo el herrero, “eso lo sostendrá? Preguntó el mozo. “podría ser” respondió el herrero, pero no estoy seguro”.
“bien, solo clávala”, gritó el mozo. “de prisa o Richard se enojará con nosotros.”
Los ejércitos chocaron y Richard estuvo en lo más reñido de la batalla. Corrió de arriba hacia abajo al campo, alentando a sus hombres y peleando contar sus enemigos. “adelante! adelante!” gritó instando a sus tropas hacia las líneas de Henry.
Lejos, al otro lado del campo, vio algunos de sus hombres retrocediendo. Si otros los vieran también podrían hacer lo mismo. Así Richard galopó hacia la línea de quiebre, llamando a sus soldados para que peleen. Estaba apenas a mitad del campo cuando una de las herraduras de su caballo se soltó. El caballo se tropezó y cayó y Richard cayó a tierra.
Antes de que el rey pudiera agarrar las riendas, el asustado animal se levantó y galopó muy lejos. Richard miró a su alrededor y vio que sus soldados estaban corriendo retrocediendo y las tropas de Henry los sitiaron.
El ondeó su espada en el aire, “un caballo!” gritó. “un caballo! Mi reino por un caballo” pero no había un caballo para él. Su ejército se había caído a pedazos y sus tropas estaban tratando de salvarse a ellos mismos. Un momento mas tarde los soldados de Henry estaban sobre Richard, y la batalla hubo terminado.

Y desde entonces la gente ha dicho:

Por falta de un clavo, una herradura se perdió,
Por falta de una herradura, un caballo se perdió,
Por falta de un caballo, una batalla se perdió,
Por falta de una batalla, un reino se perdió.
Y todo por falta de un clavo.

Es una buena leyenda para hablar sobre la importancia que debe darle todo líder de la Iglesia a vestirse con toda la armadura de Dios. (Efesios 6:10-18)

miércoles, 9 de julio de 2008

Cómo se Evita que las Críticas nos Preocupen (3ra. parte)

III.- Tonterías que he Cometido


Tengo en mi archivo privado una carpeta con el título "TC", abreviatura de "Tonterías que he cometido". He puesto en esta carpeta constancias escritas de las tonterías de que soy culpable. En ocasiones suelo dictar estas constancias a mi secretaria, pero se trata a veces de cosas tan personales o tan estúpidas que me avergüenzo de dictarlas y las escribo a mano.
Todavía recuerdo algunas de las críticas de Dale Carnegie que puse en mi carpeta "TC" hace quince años. Si hubiera sido completamente honrado conmigo mismo, tendría ahora un archivo rebosante de estas constancias "TC". En verdad puedo repetir lo que el Rey Saúl dijo hace treinta siglos: "He sido un necio y mis errores son innumerables".
Cuando saco mis "TC" y releo las críticas que escribí de mí mismo, obtengo una gran ayuda para resolver el más difícil de mis problemas: la administración de Dale Carnegie.
Antes creía que mis problemas se debían a los demás; pero a medida que fui acumulando años - y sensatez, espero - descubrí que yo mismo era el único culpable de mis contratiempos. Son muchos los que han descubierto esto en el curso de los años. "Sólo yo - dijo Napoleón en Santa Elena - sólo yo soy el culpable de mi caída. He sido mi peor enemigo, la causa de mi aciago destino". Permítanme que hable de un hombre que conocí y que era un artista en cuanto a autoevaluación y administración. Se llamaba H. P. Howell. Cuando la noticia de su muerte repentina en el bar del Hotel Ambassador de Nueva York fue difundida a todo el país el 31 de julio de 1944, Wall Street quedó impresionada, porque se trataba de una de las grandes figuras del mundo financiero norteamericano; Howell era presidente del Comercial National Bank and Trust Company y directivo de varias grandes empresas. Obtuvo escasa instrucción en su juventud, se inició en la vida como mozo de un almacén rural y posteriormente se convirtió en gerente de créditos de la empresa de acero U. S. Steel. Estaba ya en el camino que conduce a la altura y al poder.
Cuando le pedí que me explicara las razones de sus triunfos, el señor Howell me dijo: "Durante años he llevado un cuaderno de notas en el que apuntaba todos mis compromisos para el día. Mi familia no cuenta conmigo para nada las noches de los sábados, porque sabe que dedico parte de estas horas a examinarme y a revisar y juzgar mi trabajo de la semana. Después de cenar me retiro, abro mi cuaderno y medito acerca de todas las entrevistas, los debates y las reuniones que he tenido desde el lunes por la mañana. Y me pregunto: '¿Qué equivocaciones he cometido?' '¿Qué cosas hice bien y hasta qué punto pude mejorar mi actuación?' '¿Qué lecciones puedo aprender de esta experiencia?' En
ocasiones esta revisión semanal me hace muy desdichado. En otras quedo aturdido ante mis garrafadas. Desde luego, a medida que los años pasaban, estas
garrafadas se hacían menos frecuentes. Este sistema de analizarme, continuado año tras año, ha hecho por mí más que cualquier otra cosa que haya intentado".
Cabe que H. P. Howell recogiera esta idea de Benjamín Franklin. Pero Franklin no esperaba a la noche del sábado. Se sometía a revisión todas las noches.
Descubrió que tenía trece graves defectos. He aquí tres de ellos: perdía tiempo, se
ocupaba de pequeñeces y discutía y contradecía a otras personas. El juicioso Benjamín Franklin comprendió que, si no eliminaba estas desventajas, no llegaría
muy lejos. Entonces, batalló con una de sus deficiencias todos los días de una semana y mantuvo un registro de los progresos realizados en esta lucha. A la semana siguiente tomó otro de sus malos hábitos, se puso los guantes y, en cuanto sonó el gong, se colocó en su rincón de combate. Franklin mantuvo esta batalla con sus defectos sin un respiro durante dos largos años.
¡No es extraño que se convirtiera en uno de los hombres más amados e influyentes que esta nación haya producido!
Elbert Hubbard dijo: "Todo hombre es un perfecto estúpido cinco minutos por día cuando menos. La sabiduría consiste en no pasarse de este límite".

miércoles, 2 de julio de 2008

Cómo se Evita que las Críticas nos Preocupen (2da. parte)


Hagamos Esto y la Critica no Podrá Afectarnos:

En una ocasión entrevisté al mayor general Smedley Butler, el viejo "Ojo que Barrena". ¡El "Diablo Infernal" del viejo Butler! ¿Lo recuerdan? El más pintoresco y matasiete de los generales que hayan mandado la Infantería de Marina de los Estados Unidos.
Me dijo que, en su juventud, trataba desesperadamente de hacerse popular, de causar buena impresión en todo el mundo. En aquellos días, la más ligera crítica le escocía. Pero confesó que treinta años en la Infantería de Marina le habían endurecido el pellejo. Me dijo: "He sido herido e insultado. He sido acusado de chacal, de serpiente y de mofeta. He sido maldecido por los técnicos.
Me han adjudicado todas las combinaciones posibles de los epítetos más brutales
que tiene la lengua inglesa. ¿Molestarme? ¡Bah! Cuando alguien me maltrata ahora de palabra, no me molesto ni en volver la cabeza para ver quién está hablando".
Tal vez era demasiado indiferente a la crítica el viejo "Ojo que Barrena", pero hay una cosa cierta: la mayoría de nosotros damos demasiada importancia a los pinchazos y picaduras. Recuerdo aquella vez, hace años, en que un periodista del neoyorquino diario Sun asistió a una demostración de mis clases para adultos y puso después en berlina a mi persona y mi trabajo. ¿Me enfurecí? Lo tomé como un insulto personal. Telefoneé a Gil Hodges, presidente del Consejo de Administración del Sun, y exigí prácticamente que publicara un artículo estableciendo los hechos y no poniéndome en ridículo. Estaba decidido a que el castigo se hallara a la altura del crimen.
Me avergüenza mi proceder de entonces. Comprendo ahora que la mitad de las personas que compraron el periódico ni siquiera leyeron el artículo. Una mitad de las que lo leyeron lo consideraron como un motivo de inocente diversión. Y la mitad de los que se refocilaron con él lo olvidaron todo al cabo de unas cuantas semanas.
Comprendo ahora que las personas no están pensando en usted o en mí y se cuidan muy poco de lo que digan de nosotros. Piensan en ellas antes del desayuno, después del desayuno y así sucesivamente hasta la medianoche. Se interesarán mil veces más en cualquier jaqueca suya que en la noticia de la muerte de usted o de la mía.
Aunque seamos calumniados, ridiculizados, engañados, apuñalados por la espalda y traicionados por uno de cada seis de nuestros más íntimos amigos, no incurramos en una orgía de lamentaciones. En lugar de ello, recordemos que eso fue precisamente lo que le pasó a Jesús. Uno de sus doce más íntimos amigos se convirtió en traidor por un gaje que equivaldría en nuestro moderno dinero a diecinueve dólares. Otro de sus doce más íntimos amigos renegó de él abiertamente en los momentos de peligro y declaró tres veces que ni siquiera conocía a Jesús. Lo hizo con juramento. ¡Uno de cada seis! Esto es lo que sucedió a Jesús. ¿Por qué debemos esperar una proporción mejor? Descubrí hace años que, aunque no podía impedir que se me criticara injustamente, podía hacer algo infinitamente más importante: podía decidir que las críticas injustas me molestaran o no.
Seamos claros acerca de esto: no estoy propugnando que se pase por alto toda crítica. Lejos de eso. Estoy hablando únicamente de pasar por alto las críticas injustas. En una ocasión pregunté a Eleanor Roosevelt cómo se comportaba ante esta clase de críticas; Probablemente, ha tenido más fervorosos amigos y más violentos enemigos que cualquier otra mujer que haya pasado por la Casa Blanca.
Me dijo que en su juventud era casi tremendamente tímida y se asustaba de lo que la gente decía. Tenía tanto miedo a la crítica que pidió un día a su tía, la hermana de Theodore Roosevelt, algún consejo. Habló así: "Tía Bye, quiero hacer esto y esto. Pero temo que me critiquen".
La hermana de Teddy Roosevelt la miró cara a cara y le dijo: "Nunca debe importarte lo que la gente diga, siempre que sepas en el fondo de tu alma que tienes razón". Eleanor me dijo que este consejo fue su Peñón de Gibraltar años después, cuando estuvo en la Casa Blanca. Me dijo que el único modo de escapar a toda crítica es ser como una figura de porcelana de Dresde y permanecer en un anaquel. "Haga lo que entienda que es justo, porque lo criticarán, de todos modos. Será 'condenado si lo hace y condenado si no lo hace'." Tal es su consejo.


Hagamos las cosas lo mejor que podamos y, a continuación, abramos el viejo paraguas y procuremos que la lluvia de críticas no nos moje.

martes, 1 de julio de 2008

Cómo se Evita que las Críticas nos Preocupen (1era. Parte)

En 1929 se produjo un acontecimiento que causó sensación en todos los círculos docentes del país. Acudieron a observar el caso de Chicago sabios de toda Norteamérica. Unos cuantos años antes, un joven llamado Robert Hutchins había conseguido graduarse en la Universidad de Yale trabajando de mozo, leñador, preceptor y vendedor de ropas hechas. Ahora, ocho años después, iba a ser el presidente de la cuarta universidad de Norteamérica en orden de ingresos:
la Universidad de Chicago. ¿Su edad? ¡Treinta años! ¡Era increíble! Los viejos profesores movían la cabeza. Se multiplicaron las críticas acerca de este "chico prodigio". Era esto y era lo otro: demasiado joven, demasiado inexperimentado, con ideas pedagógicas muy raras... Hasta los periódicos intervinieron en el ataque.
El día en que fue proclamado presidente Robert Maynard Hutchins, un amigo dijo a su padre: "Me he escandalizado esta mañana al leer el artículo editorial en que se atacaba a su hijo".
Y el viejo Hutchins contestó: "Sí, es un ataque duro, pero recuerde que nadie patea a un perro muerto".
Sí, y cuanto más importante es el perro, con más satisfacción se lo patea. El príncipe de Gales, que posteriormente se convirtió en Eduardo VIII, comprobó esto por experiencia propia, en sus posaderas. Asistía entonces al Colegio de Darmouth, en el condado de Devon; es un colegio que corresponde a la Academia Naval de Annapolis. El príncipe tenía catorce años. Un día, uno de los oficiales lo encontró llorando y le preguntó qué le pasaba. Se negó a decirlo al principio, pero
Finalmente admitió la verdad: los cadetes lo habían pateado. El comodoro del colegio congregó a los muchachos y les explicó que el príncipe no se había quejado, pero que deseaba saber por qué el príncipe había sido castigado.
Después de muchas toses y rascaduras de cabeza, los cadetes confesaron que querían estar en condiciones de decir, cuando fueran oficiales de la Marina Real, que habían dado un puntapié al propio Rey.
Por tanto, cuando uno es golpeado y criticado, recordemos que se debe muchas veces a que ello procura al atacante una sensación de importancia.Significa frecuentemente que uno está haciendo algo que merece la atención.